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Juan Luis Goenaga
San Sebastián, 1950

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A lo largo de la sólida prolífica carrera de Juan Luis Goenaga, que supera ya las cinco décadas, la inmersión en imágenes ancestrales ha formado parte de su constante discurrir vital y creativo. Pese a esa presencia tenaz de la historia, no fue hasta 1991 cuando definió la serie que marcó el camino para gran parte de la década, e, incluso, hasta hoy. En Arkeolojiak Goenaga trató de consustanciarse pictóricamente con los hombres de miles de años atrás. Sus obras de este periodo no deben entenderse como la mera reproducción mimética de soluciones vistas en yacimientos rupestres, sino como una verdadera e íntima identificación con las respuestas que aquellos creadores pudieron adoptar frente a la naturaleza y lo mágico. Es, en definitiva, un creador contemporáneo que trata de despojarse de gran parte de lo conocido para meterse en la piel de un hombre de Cromañón.

 

Los recursos plásticos alternan la ejecución contenida con un expresionismo bronco. Disfruta de la experimentación de combinar los nuevos repertorios con la densidad de la materia y los juegos de texturas, de casar pinceladas espontáneas con controladas, de generar estructuras lignarias y fósiles incisas con la contrera del pincel, de retirar o extender el óleo con las manos. «Es una emoción física la que siento por el contacto con el material, con el pigmento que, a veces, toma la dimensión de la arcilla. Así, al pintar, a veces me siento cantero y otras cazador rupestre dibujando bisontes»[2], afirmaría. Y, de hecho, a medida que avanzasen los años noventa algunos de sus trazos se fueron haciendo más concretos, y los animales empezaron a tomar forma sobre los escenarios geológicos recreados en sus soportes.

 

En la primera década del siglo, la inspiración prehistórica motivó gran parte de su producción, en ocasiones estimulada por el contacto con yacimientos concretos, y dio lugar a varios conjuntos de excepcionales óleos sobre papeles Eskulan, Guarro y Canson, cromáticamente construidos de forma soberbia para resaltar la viveza de los tonos dominantes (azules, verdes, rojos, amarillos), que resplandecen como destellos de luz en la caverna. Entre ellos destacan aquellos que ilustraron la segunda edición del poemario Unánime fuego, de Eduardo Moga, y que pudieron verse en 2007 en una excepcional exposición individual en la Galería Luis Burgos, siempre atenta a su carrera.

 

Como sospechó hace dos décadas, toda esta honda comunicación con la expresión ancestral no se debilita, y le posibilita incidir sobre obras comenzadas hace años. Goenaga añade capa sobre capa, como en definitiva sucede en el arte rupestre, en el que el trabajo de sucesivas generaciones se superpone para revelar una percepción más intensa y penetrante del mundo.

 

Mikel Lertxundi Galiana

 

Eskulanes

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